carne in vitro

La «carne» que no es carne

Que el ser humano tenga la capacidad de producir carne sin necesidad de animales es la realidad deseada de muchos. Una utopía de la que ya hablaba Churchill en 1930 y que no ha hecho más que coger fuerza en los últimos años.

Carne cultivada en laboratorios o carne in vitro son algunos de los términos o expresiones que se han ido popularizando desde que, en 2013, Mark Post creara la primera hamburguesa de células madre. Un hito científico del que los medios de comunicación se hicieron eco, presentando esta técnica como “una fuente alternativa de carne para resolver problemas de bienestar animal, medioambientales y seguridad alimentaria” (Realidad Ganadera, 2023).

Una degustación histórica que atrajo a grandes inversores, principalmente de start ups tecnológicas que querían conseguir grandes beneficios si era bien aceptada por el público. Sin embargo, no es oro todo lo que reluce, y la comunidad científica, a diferencia de los medios, no cree en esta “carne”.

Marie-Pierre Ellies-Oury, Sghair Chriki y Jean-François Hocquette (2022) hablan de que la carne in vitro no supone ninguna ventaja real en la economía, en la nutrición o en el medio ambiente. Aseguran que una dieta variada es una mejor solución, siempre que provenga de fuentes variadas.

Pero, ¿por qué?

La carne cultivada, como su nombre bien indica, procede de tejidos y células cultivas en el entorno del laboratorio y no de un organismo vivo. Dicho de otra forma, se trata de “un grupo de células musculares extraídas de un animal y que se multiplican en placas Petri” (Realidad Ganadera, 2023).  No son naturales e incluso con las técnicas de cultivo más avanzadas se requieren hormonas, factores de crecimiento, antibióticos, fungicidas para el desarrollo celular y suero fetal de ternera.

Alguno irónico dado que el uso de algunos de estos añadidos, como pueden ser los antibióticos o las hormonas, está estrictamente regulado o incluso prohibido en la producción tradicional. Por no hablar del debate ético que supone el uso de suero bovino y cuya alternativa—el suero sintético—ni se ha presentado en la comunidad científica debido a su ineficacia.

Y si hablamos de composición, estos productos ni siquiera deberían denominarse “carne” porque no tienen células tan importantes como las nerviosas o adipocitos.

Es cierto que tienen más proteínas que la carne de toda la vida, pero algo que preocupa a los expertos es la deficiencia en vitamina B12, hierro y otros micronutrientes específicos igual de importantes. Además de que será difícil de imitar en sabor y textura a un precio asequible para el consumidor, que es quien tiene la última palabra.

Tampoco está claro que proporcionen una alternativa medioambiental más sostenible, los académicos no llegan a consenso e IPES-Food cree que no desafía al sistema, sino todo lo contrario. Desde su punto de vista, afianzaría el dominio de las grandes empresas en el sector, quiénes dictarían qué nos llevamos a la boca con dietas homogéneas, estandarizadas y limitación en la oferta de productos.

Algo que ya se está viendo con los monopolios de las proteínas, solo que “la carne falsa no salvará el mundo” (IPES-Food citado en Realidad Ganadera, 2023). Hasta donde se sabe, los biorreactores que se usan en los cultivos gastan mucha energía y producen grandes emisiones de CO2, que a largo plazo se acumula en la atmósfera, a diferencia del metano que emite la ganadería. Vamos, que estaríamos sujetos a la dependencia de monocultivos, monopolios capitalistas, peores dietas y mayor contaminación a largo plazo.

En general, es más útil centrarse en llegar a sistemas alimentarios más completos y políticas alimentarias integrales que utilicen métricas de sostenibilidad más amplias aplicables a sistemas arraigados en regiones que cambiar nuestro consumo de carne por el de la carne que no es carne.

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